FOLKLORE IMAGINARIO: 1. “FOLKLORE: Raíz y Frutos”.
por Leopoldo G. MARTI, Mendoza
“El folklore soy yo“, enfatizó hace ya varias décadas el gran compositor, músico y pedagogo brasileño Heitor Villa-Lobos; y aún hoy solemos encontrar voces que no quieren encontrar en este pensamiento el sentido real y visionario con que Villa-Lobos lo sentenció.
El folklore (en su sentido amplio, dinámico y vivo: saber del pueblo) puede ser un puestero mendocino cantando una tonada, los modos en el saludo de un paisano de las pampas, o una canción de cuna de una madre en Clorinda, para ubicarnos en los límites geopolíticos argentinos. También es la paciente manera de armar los cadejos de las tejedoras lavallinas, o el lenguaje en las charlas de un ‘tape’ correntino; la cadencia tanguera en las guitarreadas arrabaleras de un barrio de Buenos Aires, o el modo de hacer un ‘acullico’ en Iruya; y del mismo modo, todo acto cultural (entonces en su sentido más amplio y abarcador) será un fenómeno folklórico siempre y cuando se sienta y viva como tal (condiciones indispensables).
Llevando estas reflexiones al terreno musical, creo que uno de los ejemplos más claros y contundentes en cuanto al fenómeno de la música folklórica, su rescate y valoración, a nivel mundial, está en el pensamiento y la obra del músico húngaro Bela Bartók; y lo extraordinario en la claridad y “universalidad” de sus conceptos es que podemos aplicarlos en el estudio de cualquier territorio cultural. Algo de eso trataremos en esta y posteriores notas, procurando, con esa formidable “guía”, valorar la riqueza de nuestros cantos y músicas de raíz folklórica.
Y en este comienzo, citaremos varios ejemplos y vivencias. Recuerdo hace varios años (¡varias décadas ya!), pude ver y escuchar un excelente trabajo discográfico que valoraba las raíces musicales y los frutos en la música de Brasil. De gran rigor e investigación musical, el disco (doble) presentaba dos facetas del mismo rostro musical brasileño, las cuales, más allá de su fuerte simbolismo, expresaban uno la raíz y el otro los frutos, pues precisamente los diversos registros musicales estaban organizados en dos discos: “Raíz” -que consistía en grabaciones de campo, hechas en los “sertaos”, en el Amazonia y diversos estados del inmenso país- y el otro, “Fruto” -que incluía las voces referenciales de músicos como Dorival Caymmi, Joao Gilberto, Chico Buarque, Gilberto Gil, Milton Nascimento, entre tantos talentos. El trabajo, más allá de su valoración artística y estética (de indudable calidad), tenía un valor documental inmenso, pues desde ya estaba aceptando justamente la dinámica y la vida que trasuntan las expresiones musicales que se sustentan en esa raíz folklórica.
Como diría Juan Falú, nos representa una imagen en la cual la raíz crece dibujando otra copa, hacia abajo, mientras su verdadera copa crece en lo alto de sus ramas. Pero también será decisivo abonar esas raíces, darles sus nutrientes necesarios; y en la medida en que ‘abonemos’ los cantos y músicas ancestrales, valorándolas, tendremos creaciones musicales que desde allí habrán de surgir, como alguna vez surgió el “Camino del indio” o la “Vidala del lapacho“, abonados con las nutrientes de los cantos anónimos que sensibilizaron el alma creadora de Yupanqui o Valladares, o también “La vinajera” o la bella canción “Vendimiador“, junto a los añosos cantos de anónimas tonadas que subyugaron el alma y el espíritu fundador de Félix Palorma o Damián Sánchez.
Pero asimismo es importante, desde el comienzo, encontrar otros rumbos en este juego dialéctico de raíz y fruto, y dar un salto importante más allá de la metafórica concepción “botánica” del asunto. Porque en definitiva la raíz y el fruto pertenecen a un mismo árbol, y no tenemos por qué pensar “seccionando” cada una de sus partes esenciales. Pensemos de una manera más integral buscando otros horizontes, dando el valor de cada pequeño o gran paso. Por ej.: cuando Yupanqui compuso “Lloran las ramas del viento” (vidala litúrgica) dio un paso mayor; cuando Saluzzi compuso “Carta a Perdiguero“, extendió sus límites y se sintió liberado en su espíritu creador; y cuando Palorma compuso “Al cimbrar de la vida“, dio también un paso mayor en el desarrollo poético musical de la canción. Recordemos la frase del gran compositor rosarino Chacho Müller: “estar con las patas en el suelo, pero en actitud de vuelo“.
Yendo ahora a otro de los temas propuestos en esta nota, para muchos fue Béla Bartók quien logró encontrar el punto más alto en la creación de una música que se sustentara en lo popular y que utilizara a su vez herramientas de composición de la música académica europea. Para ello, su tarea fue, primero, empaparse en la vida de los campesinos y el sentimiento que trasuntaba sus músicas, desentrañando la simpleza y complejidad de sus cantos primitivos; esto, durante años y años de incansable trabajo, le dio la plataforma sobre la cual se lanzaría en ese impredecible y mágico vuelo.
Pero también Bartók buscó otros referentes que intentaran esa misma búsqueda, y encontró así diversas voces que le ayudarían a fortalecer sus ansias. Entre ellas, la del etnomusicólogo y compositor rumanoConstantin Brailoiu, que en 1931 expresaba: “La melodía… sólo existe verdaderamente en el momento en que se la canta o se la interpreta, y sólo vive por la voluntad de su intérprete y de la manera por él deseada… Creación e interpretación, aquí se confunden… en una medida que la práctica musical basada en el escrito o el impreso ignora completamente…“.
Esta expresión, además de relativizar la importancia del “papel musical” (partitura), da la verdadera trascendencia a la vivencia de la música; la música vive cuando la escuchamos, cuando la tocamos, cuando la pensamos (escucha “interna”), cuando goza de todos sus atributos viviendo. Por ello, la música de raíz folklórica se vive intensamente, se la ama intensamente, se la crea también con toda intensidad; si ello no ocurre, no vive, no existe; pueden ser sonidos, desalmados (sin “ánima”), sin vida.
Vida como la que fluye en la savia de este árbol imaginario, y que circula “De la Raíz al Fruto“.
Leopoldo G. Martí – Mendoza
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